La utilidad de la escuela
Por Hugo César Moreno Hernández
Retomo una de las preguntas hechas en la entrega anterior ¿Es la escuela una institución socialmente útil? No hay ambages en la respuesta que quiero dar: Claro que sí. En la escuela los niños y los jóvenes suman a la construcción de su futuro, se subjetivan, eligen, ganan y pierden. La escuela debería estar más cercana a los sujetos de formación, es decir, niños y jóvenes. Sin embargo, no hay que perder de vista que niños y jóvenes, aunque son la materia de trabajo de la escuela, están de paso y quienes se mantienen constantes, quienes siempre están ahí, son los adultos responsables de la educación formal: profesores, directivos, administrativos, etcétera, quienes tienen la escuela como lugar de trabajo.
Esto impone mayor complejidad a la relación que debería tener la construcción institucional de la escuela y la cercanía con las necesidades de sus sujetos: los estudiantes. No quiero hablar aquí sobre la necesidad de la participación activa de los estudiantes en la toma de decisiones dentro de la escuela, hasta dónde y cómo, con qué mecanismos es posible permitir a los estudiantes enunciar sus demandas. No es espacio para ese asunto y, en todo caso, mi postura estaría orientada por mis intereses, que son socio antropológicos y no pedagógicos o institucionales.
En ese sentido, la percepción de la utilidad social de la escuela va más allá de su cumplimiento como productora de sujetos cívica y técnicamente dotados. La función social de la escuela es excedida por lo que permite al ubicar en un mismo espacio a sujetos pares que, por el hecho de estar juntos, promueven relaciones de socialidad. En esa relación, los sujetos construyen lazos que no están del todo definidos por los contenidos pedagógicos, aprenden horizontalmente saberes que, para la escuela, deberían quedar fuera o, incluso, ser eliminados a fin de permitir que los muchachos sean verdaderas tabulas rasas a las cuales imprimir lo que los esfuerzos pedagógicos han concluido que deben aprender.
Pero en el estar juntos, los saberes horizontales son más interesantes y, por ende, más importantes para los estudiantes en la medida que, a través de su aprendizaje e intercambio logran pertenencias que colman su cotidianidad que, en palabras de Michel Maffesoli, parece un instante eterno. El tiempo de convivencia es, entonces, interrumpido por el trabajo de los adultos quienes, a su vez, ven el tiempo efectivo de enseñanza interrumpido por los intereses de los estudiantes, provocando ambientes de tensión en la disputa por la atención de los estudiantes. Esto lleva a conflictos. Lo importante del conflicto, algo inevitable y demasiado humano, no es evitarlo, como imposible, pues, muchas veces, tratar de evitar un conflicto sólo lo escala, sino resolverlo.
El buen profesor, hábil en su oficio, logrará confundir los intereses de esa cotidianidad fascinante con las necesidades de la sociedad por formar cívica y técnicamente. Orientara la confusión hacia la posibilidad de dar sentido a los contenidos obligatorios de una materia oscura que es incomprensible desde la perspectiva de su uso en el futuro, en la vida, en el aquí y ahora tan agobiante para los jóvenes estudiantes. En síntesis, y para continuar en la siguiente entrega, la escuela es útil y funciona, el asunto es que no es útil y funcional exclusivamente para lo que supone su operación como dispositivo.
