JuvenilES Por Juris Tipa [1] Usualmente la interculturalidad está abordada, al menos, desde cuatro enfoques temáticos: la educación, la comunicación, la mediación intercultural y como proyecto sociopolítico e ideal societario. Entre estas, las dimensiones de educación y comunicación podrían ser consideradas como las principales, de la cuales se nutren las demás. Interculturalidad como una utopía social, el tipo ideal de comunicación y, al mismo tiempo, un posicionamiento institucionalizado en México se muestra con mayor claridad en el contexto de la educación superior en forma de las universidades interculturales, aunque actualmente también es común que la interculturalidad como un valor y eje institucional esté presente en los discursos oficiales de varias universidades “convencionales”, tanto privadas como las públicas. No obstante, siempre como una constante interrogante será la manera de cómo dicha interculturalidad está siendo entendida por la dirección y la administración de las universidades y de qué forma está siendo llevada a cabo en las relaciones interpersonales tanto entre la población estudiantil como entre estudiantes y docentes. La interculturalidad implica una comunicación comprensiva entre gente de distintas culturas que conviven en un mismo espacio, con la meta de causar enriquecimiento mutuo, el reconocimiento y la valoración de cada una de ellas dentro del marco de igualdad, cuya base se encuentra en una tolerancia positiva de la diferencia (Hidalgo Hernández, 2005). Si la tolerancia negativa se expresa a través de la capacidad de soportar la diferencia de modo que se tolera, aunque no se comparte, la tolerancia positiva, en cambio, consiste en intentar situarse en el lugar del otro para compartir sus creencias y valoraciones desde su punto de vista. La interculturalidad en el campo educativo surge como una propuesta de actuación: la vida escolar y la práctica en el aula son campos de intensa interacción donde se manifiesta la insuficiencia del multiculturalismo entendido como la coexistencia de culturas. En otras palabras, la interculturalidad en este caso es un proceso, una práctica (Malgesini y Giménez, 2000). La convivencia positiva entre personas de diferentes culturas remite a un “manejo de la diversidad” como el fundamento de una exitosa cohesión social, a diferencia de sociedades fragmentadas, basadas en un permanente conflicto, antagonismo y tendencias separatistas. Cabe recordar que el interculturalismo latinoamericano no busca establecer medidas que faciliten la asimilación de las minorías étnicas dentro de los Estados-Nación, sino que apunta a cambiar las condiciones y las modalidades en las que se dan las relaciones de poder asimétricas. Consecuentemente, esto involucra a la dimensión epistemológica de los “conocimientos indígenas” o “conocimientos tradicionales” frente al estatus legítimo de la racionalidad científica y la dimensión política de las relaciones entre las minorías nacionales dentro de los Estados nacionales (Pérez Ruiz, 2014). De ahí el modelo latinoamericano de educación intercultural surge de un proyecto político, ético y epistémico que busca transformar las actuales estructuras sociopolíticas a través de un proceso permanente de relación, articulación y negociación “entre diferentes”, con la meta de establecer relaciones horizontales entre las culturas, incluso, en el currículo educativo. Así, una de las premisas principales de las universidades interculturales es la incorporación de los saberes de estos grupos minoritarios en los planes de estudio: sus idiomas y modalidades de aprendizaje, contribuyendo a la valoración y promoción de la diversidad cultural y de relaciones interculturales como valoración mutua (Mato, 2008). La interculturalidad en este contexto surge como una nueva ideología en los patrones de comunicación y como una política estatal de educación pública con base en las demandas de los movimientos sociales que se oponen a los proyectos de asimilación. Consecuentemente, las y los estudiantes de las universidades interculturales están formados bajo esta ideología y es algo que se espera que se refleje también en sus prácticas cotidianas de interacción. Tampoco habría que olvidar que la universidad, además de su función educativa, también es un espacio social: un lugar de encuentro, comunicación y socialización secundaria entre jóvenes que provienen de distintos contextos socioculturales. Desafortunadamente, en México existe un discurso falsamente incluyente que marca una división antagónica basada en las relaciones de poder entre lo étnico y lo nacional, donde lo étnico está ubicado en una posición marginal, subordinada y oprimida. Aunque a menudo en los discursos institucionales se incita el sentimiento de orgullo por las “raíces originarias” de la población mexicana en referencia a su “glorioso pasado prehispánico”, en la práctica aún se sigue reforzando el estigma de lo indio como una representación o sinónimo del atraso en la “modernidad civilizadora” (Borrás Escorza, 2018). Consecuentemente, el discurso falsamente incluyente también se convierte en prácticas falsamente incluyentes. México, como otros países latinoamericanos, se caracteriza por una creciente diferenciación estructural de la cual surgen problemas de cohesión social que reproducen la exclusión, convirtiendo lo plural en sinónimo de lo desigual. La desigualdad socioeconómica y sociocultural debilita a los vínculos sociales entre las personas, lo que crea una mayor desintegración social. En este sentido es más que pertinente hablar sobre la interculturalidad en relación con la cohesión social, donde el ejercicio de la interculturalidad es una de las herramientas básicas y fundamentales para fomentar una exitosa cohesión. Cabe recordar que el concepto de cohesión social se refiere a las formas de cómo una sociedad se mantiene “unida” (Jenson, 1998). Esta puede ser fomentada en diferentes niveles, a nivel macro u “objetivo” y a nivel micro o “subjetivo”. El ejercicio de la interculturalidad corresponde a ambos niveles: al nivel macro como introducción de leyes, políticas públicas y sistemas educativos para el “manejo de la diversidad” desde la igualdad; y a nivel micro como las interacciones cotidianas que se dan en diferentes ámbitos y contextos del poder. Independientemente en qué esfera se está siendo fomentada, existen dos formas para su ejercicio: formal y sustancial (Bernard, 1999). En la esfera sociocultural, por ejemplo, la ejecución formal de la cohesión se limita a un reconocimiento y una tolerancia de las diferencias, mientras la forma sustancial corresponde al involucramiento en la construcción de relaciones basadas en dialogar, compartir y aceptar las diferencias. De esta forma el ejercicio formal de la cohesión le