¿Socialidad sin escuela?
Por Hugo César Moreno Hernández
El encierro de 2020 no detuvo los procesos de socialización y socialidad, les impuso nuevas formas tácticas y estratégicas, tanto para jóvenes como para adultos, a fin de disputarse el territorio digital, la casa e, incluso, los espacios públicos, desde la calle hasta centros de diversión. En la disputa por el territorio digital se conjuga la intromisión del dispositivo escolar en la casa con la necesaria protección de la intimidad. Las pantallas podían desnudar a las personas con descarnada claridad.
Por más fija que estuviera la cámara, esta podía filtrarse tan fino como la mirada curiosa pudiera penetrar. Fue difícil otorgar autoridad a los profesores para que obligaran a los estudiantes a encender las cámaras. Proliferaron videos donde la orden de encender la cámara se desactivaba con un contundente “no sirve” o “no tengo”. Para quienes dimos clases en línea, fue verdaderamente tortuoso estar bajo la suspicacia de que nadie escucha, que sólo se veía el recuadro oscuro, algunos con fotos, con el icono del micrófono silenciado, imposibilitado para percibir miradas, gestos y expresiones corporales que guían al momento de ofrecer una lección. Incluso con las cámaras encendidas era complicado tener la certeza de ser escuchado.
Sin embargo, obligar a encender las cámaras atentaba contra el derecho a la intimidad y nunca hubo, y según la estructura social de nuestro país, nunca habrá la posibilidad de un espacio implementado específicamente para tomar clases en línea. Muchos estudiantes no tenían, siquiera, habitación propia para tomar las lecciones, era la sala o el comedor donde, en esa desnudez pura, se podía ver pasar a los familiares haciendo las cosas que cualquiera hace en su casa.
Cómo olvidar ese video donde una niña toma su clase y por detrás pasa su padre en ropa interior, gozando de una intimidad violada por la mirada de todos los conectados y todos aquellos que vimos el video. La niña pide a su papá un poco de prudencia a la que él responde, con todo derecho, que está en su casa y andará en ella como le venga en gana, si no lo quieren ver, que cierren los ojos. Lo mejor era cerrar las cámaras.
Las clases en línea, virtuales, a distancia o como quiera que se les llame sólo fueron un sucedáneo con pobrísima capacidad para aliviar la ausencia de compañeros, butacas, cuchicheos y otras grietas que los estudiantes siempre encuentran o crean al habitar la escuela. En realidad, como reacción, nunca se pensó realmente en las exigencias técnicas y espaciales de una clase verdaderamente a distancia. De todos esos videos que saturaron nuestras pantallas, recuerdo uno que reproducía la lección de un profesora de Harvard, ella estaba en un set, de pie, como si ofreciera una conferencia, detrás múltiples pantallas a las que recurría de vez en cuando para ejemplificar algún punto.
El nivel de producción era totalmente profesional y muy probablemente la profesora ejecutaba más un performance que una lección, a sabiendas de que la atención de los estudiantes no exigía sincronía, pues podrían acceder al contenido poco después, tras revisar las actividades de la plataforma y quizá haber discutido un poco en una sala de chat exclusiva de la clase. Vaya, las clases virtuales necesitan de un entorno digital que les dé dignidad de clase en la exclusividad de la actividad, sin compartir ventanas con Facebook, Instagram o hacia la calle o hacia la cocina o hacia la recamara.
