La luz al final del túnel
Wietse de Vries
¿Qué pasará con la educación superior mexicana después del COVID-19? Probablemente nada o quizá las cosas se pongan un poco peor. Esta falta de optimismo no se debe a los meses en cuarentena, sino a una mirada a sana distancia de la situación actual.
Podemos pronosticar que las universidades tratarán, al igual que todos, de regresar a lo normal de antes. Las universidades siempre han sido buenas en esto: han sobrevivido, desde el Siglo XIV, a la plaga, a muchas guerras, golpes de estado, revoluciones y huelgas. La historia reciente de las universidades mexicanas revela que prácticamente todas, en algún momento, han perdido un semestre o hasta un año académico por huelgas y conflictos. En ningún caso, la universidad decidió cambiar radicalmente de rumbo.
El problema en esta ocasión es que no solo se cerraron las instituciones de educación superior, sino todo el sistema educativo y prácticamente todo el país, o incluso el mundo. Eso significa que será imposible simplemente reabrir y pretender que aquí no pasó nada.
El hecho de que el mundo dejó de funcionar normal implica que la educación ya no podrá seguir su viejo esquema utilitario, donde lo que se debe aprender se define a la luz del futuro laboral y productivo. En su lugar habría que preparar las personas para un futuro incierto.
Hay y habrá una crisis económica, con empresas que cerraron y personas que quedaron sin ingresos. El presupuesto público se verá limitado y hay nuevas prioridades no previstas. Dentro de un sistema donde las instituciones públicas dependen casi al 100 por cien del erario público, y las instituciones privadas al 100 por cien de colegiaturas, resulta inevitable ser pesimista. Si en 2019 varias instituciones de educación superior enfrentaron crisis financieras, quizá en el 2020 les espera la misma suerte que muchas otras empresas.
Podemos pronosticar que la investigación científica que se desarrolla en las universidades seguirá teniendo un papel marginal. De por sí, el financiamiento a la investigación era raquítico, y nunca alcanzó el 1% del PIB. Ahora parte del presupuesto ha sido redirigido hacia proyectos que se relacionan de alguna forma con el COVID-19, mientras que otras actividades son consideradas como ciencia neo-liberal. En este contexto, si todo sale bien, México construirá sus propios ventiladores en el futuro, pero parece poco probable que se encontrará un medicamento o una vacuna en un laboratorio mexicano.
Pronosticar que de esta crisis saldrá un sistema mejorado ya sería pecar de optimismo. En esta ocasión, las universidades trataron de responder ante la crisis a través de la educación a distancia. Sin embargo, esto comprobó a ser un rotundo fracaso: aunque el contenido de muchos cursos se subió a plataformas y hubo cierta comunicación entre profesores y estudiantes, no se trata de cursos diseñados para impartir en línea. Además, tanto profesores como estudiantes enfrentaron fuertes problemas de manejo de software o de comunicación.
Sin embargo, el problema no es primordialmente el acceso a la tecnología. Más bien, la cuarentena está evidenciando que hay actividades académicas que no se pueden realizar a distancia. Lo indispensable del modelo presencial es que se juntan profesores y estudiantes para enseñar, aprender, investigar, debatir y socializar. Quizá la teoría se puede enseñar a través de lecturas y tareas en línea, pero la práctica no. Los laboratorios, las prácticas de medicina, enfermería, psicología, derecho, o cualquier otra carrera, el trabajo de campo, el desarrollo comunitario o la creación de empresas, son parte fundamental de la vida universitaria, que no se puede remplazar por cursos en línea. Hay que pensar en cómo realizar estas actividades al futuro.
Por otra parte, también hay una serie de actividades presenciales, en gran parte inventadas por burócratas, que quizá debemos descontinuar después de la cuarentena. Estos inventos incluyen las listas de asistencia, que se aplican tanto a estudiantes como a profesores. Para los primeros, los reglamentos escolares señalan la asistencia de al menos el 80% en los cursos para tener derecho al examen, y la asistencia influye en la calificación. Los profesores son evaluados por las horas/pizarrón, y algunas universidades tienen horarios de 9 a 5, verificados con reloj checador, incluso para investigadores.
Desde el punto de vista administrativo, todo es presencial: desde el proceso de admisión hasta la graduación y todo en medio. Y para todo debe existir alguna evidencia formal. Aún con el uso de los medios electrónicos y el acceso al mundo virtual, los trámites burocráticos continúan operando mediante oficios y constancias membretadas impresas. Los papeles deben presentarse en original y copia, firmados y sellados en azul. El único avance digital en la administración universitaria en este terreno ha sido reemplazar el papel por documentos escaneados en PDF, aunque todavía hay oficinas que solicitan ver el original, de manera impresa, para cotejar. En estos tiempos de crisis, la respuesta de la burocracia ha sido insistir no solo en la continuidad de la docencia vía los medios modernos, sino en exigir pruebas de cualquier actividad.
Así, para regresar de manera sana de la cuarentena, deberíamos revisar críticamente cuáles son las funciones cruciales de la universidad, y cómo podemos recuperarlas. También tendremos que ver cuáles procedimientos o procesos son inútiles y se podrían descontinuar. Si intentamos simplemente reiniciar todas las actividades, o reactivar las viejas actividades mediante nuevas tecnologías, es muy probable que la luz al final del túnel resultará siendo el foco del tren que viene.
Wietse de Vries
Profesor-investigador del Instituto de Ciencias de Gobierno y Desarrollo Estratégico (ICGDE) de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) en México. Estudió la licenciatura en Trabajo Social (Hogeschool de Horst, Países Bajos, 1987), la maestría en Educación (Departamento de Investigación Educativa, CINVESTAV, México, 1992) y el doctorado en Educación (Universidad Autónoma de Aguascalientes, México, 1997). Actualmente, realiza investigaciones sobre políticas educativas y reformas en la educación superior, y los efectos sobre estudiantes, egresados y académicos. Tiene experiencia amplia en procedimientos cuantitativos y cualitativos de análisis de datos. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde 1995, actualmente nivel II.
Como investigador, ha participado en varios proyectos nacionales e internacionales financiados. Actualmente (2017-2020) participa como coordinador académico en el proyecto EMPLE-AP (Observatorio para la inserción laboral y fortalecimiento de empleabilidad en países de la alianza del Pacífico), financiado por ERASMUS+.